2/18/2012

PostHeaderIcon Notre-Dame de París, Victor Hugo


UTILIDAD DE LAS VENTANAS

La Esmeralda permaneció silenciosa unos momentos y luego, con una lágrima en sus ojos y un suspiro en sus labios, dijo.

‑¡Os amo señor!

Rodeaba a la joven tal perfume de castidad y tal encanto de vir­tud que Febo no acababa de encontrarse a gusto junto a ella. Sin embargo se sintió enardecido por aquella confesión.

‑¡Que me amáis, decís? ‑esbozó entusiasmado al tiempo que pasaba su brazo por la cintura de la gitana.

Era ésta la ocasión que estaba esperando. El sacerdote lo vio y tocó con la yema del dedo un puñal que llevaba oculto en el pecho.

‑Febo ‑prosiguió con dulzura la gitana apartando suavemen­te de su talle las manos tenaces del capitán‑, sois bueno, gene­roso y bello y me habéis salvado a mí que no soy más que una pobre muchacha perdida en Bohemia. Hace mucho tiempo que sueño con un oficial que me salva la vida. Ya soñaba con vos an­tes de conoceros, Febo. En mi sueño había un hermoso uniforme, como el vuestro, una gran apostura, una espada. Además os lla­máis Febo que es un nombre muy bonito; me gusta vuestro nom­bre y vuestra espada. Sacadla, Febo, para que pueda verla.

‑¡Qué niña! ‑dijo el capitán al tiempo que desenvainaba su sable sonriente. La gitana miró la empuñadura, la hoja y examinó con adorable curiosidad las iniciales de la guarda y besó la espada diciéndole.

‑Sois la espada de un valiente. Amo a mi capitán.

Febo aprovechó nuevamente aquella ocasión para besar su her­moso cuello, lo que hizo que la joven, escarlata como una cereza, se incorporara.

Los dientes del archidiácono rechinaron en la oscuridad de su escondrijo.

‑Febo, dejadme hablaros ‑dijo la gitana‑. Andad un porn para que pueda ver lo apuesto que sois y para que oiga resonar vuestras espuelas. ¡Qué guapo sois!

El capitán se levantó para complacerla riñéndola con una son­risa de satisfacción.

‑¡Sois como una niña! A propósito, encanto, ¿me habéis visto alguna vez con uniforme de gala?

‑No; ¡qué lástima! ‑le respondió ella.

‑¡Eso sí que me cae bien!

Febo volvió a sentarse pero en esta ocasión mucho más cerca de ella.

‑Escuchad, querida.

La gitana le dio unos golpecitos en la boca con su linda mano, con un gesto lleno de gracia y de alegría.

‑No, no os escucharé. ¿Me amáis? Quiero oíros decir que me amáis.

‑¡Que si te amo, ángel de mi vida! ‑exclamó el capitán arro­dillándose‑. Mi cuerpo, mi alma, mi sangre, todo es tuyo, todo es para ti. Te quiero y no he querido a nadie más que a ti.

El capitán había repetido tantas veces esta misma frase y en tantas situaciones tan similares que la soltó de corrido y sin un solo error. Ante esta declaración apasionada, la egipcia dirigió ha­cia el sucio techo, a falta de un cielo mejor, una mirada llena de angélica felicidad.

‑¡Oh! ‑dijo entre murmullos‑; ¡éste es uno de los momen­tos en que uno debería morir!

Febo dedujo que era un buen «momento» para robarle otro beso.

‑¡Morir! ‑exclamó el enamorado capitán‑. ¿Qué es lo que estáis diciendo, ángel mío? ¡Es justamente el momento de vivir! ¡Morir al comienzo de algo tan dulce! ¡Por los cuernos de un buey, qué tontería! ¡Ni hablar!; escuchadme mi querida Similar... Esme­narda... Perdón, pero vuestro nombre es tan prodigiosamente sa­rraceno que me resulta difícil pronunciarlo. Es como la espesura por donde sólo despacio se puede andar.

‑¡Dios mío! ‑dijo la pobre muchacha‑. ¡Yo que creía que mi nombre era bonito por su singularidad!, pero, puesto que no os agrada, me gustaría llamarme Goton.

‑¡Ay! ¡No hay que llorar por cosas tan triviales, encanto! Es un nombre al que sólo hay que acostumbrarse y eso es todo; en cuanto me lo aprenda bien, saldrá solito; ya verás. Escuchadme, querida Similar, os adoro con pasión. Y lo que es realmente mi­lagroso es que os amo de verdad. Sé de una jovencita que se mue­re de rabia.

La joven, un poco celosa, le interrumpió.

‑¿Quién es?

‑¡Qué más nos da! ‑dijo Febo‑. ¿Vos me amáis?

‑¡Oh! ‑exclamó ella.

‑Pues entonces no hay más que hablar. Ya veréis cómo tam­bién yo os amo. Que Neptuno me ensarte si no os hago la cria­tura más feliz del mundo. Encontraremos una casita en cualquier parte y haré desfilar a mis arqueros bajo vuestras ventanas. Van todos a caballo y dejan pequeños a los del capitán Mignon. Hay ballesteros, lanceros y culebrines de mano. Os llevaré a ver las grandes maniobras de los parisinos al campo de Rully. ¡Es mag­nífico! ¡Ochenta mil hombres armados y treinta mil arneses blan­cos! Las sesenta banderas de todos los cuerpos, estandartes del parlamento, del tribunal de cuentas, del tesoro de los generales... en fin, una parada de todos los demonios. Os enseñaré los leones del palacio del rey, que son bestias realmente salvajes. A todas las mujeres les gusta mucho.

Hacía ya algún tiempo que la muchacha, subyugada por sus fe­lices pensamientos, estaba soñando al eco de la voz del capitán, pero no escuchaba sus palabras.

‑¡Oh! ¡Ya lo creo que seréis feliz! ‑proseguía el capitán al tiempo que soltaba suavemente el cinturón de la gitana.

‑Pero, ¿qué estáis haciendo? ‑dijo ella con presteza.

Aquella vía de hecho la había despertado de sus fantasías.

‑Nada ‑respondió Febo‑. Sólo decía que sería conveniente abandonar toda esta vestimenta de fantasía y de bailarina cuando viváis conmigo.

‑¡Cuando viva contigo, mi querido Febo! ‑dijo la joven con ternura. Y se quedó silenciosa y pensativa.

El capitán, animado por esa ternura, la tomó nuevamente del talle sin que ella se resistiera y comenzó muy suavemente a soltar los lazos de la blusa de la muchacha y soltó tanto su gorgueruelo que el archidiácono, nervioso, vio aparecer por entre el tul de la blusa el bello hombro desnudo de la gitana, suave y moreno cual una luna surgiendo en el horizonte entre brumas.

La joven dejaba hacer a Febo y parecía no darse cuenta de ello. La mirada del joven capitán se encendía.

De pronto, volviéndose hacia él con expresión amorosa, le dijo:

‑Febo, tienes que instruirme en tu religión.

‑¿En mi religión? ‑exclamó Febo soltando una risotada‑. ¡Instruiros yo en mi religión! ¡Rayos y truenos! ¿Qué pensáis ha­cer con mi religión?

‑Es para casarnos ‑respondió ella.

El rostro del capitán adquirió una expresión que reflejaba al mismo tiempo la sorpresa y el desdén, la despreocupación y la pa­sión libertina.

‑Pero, bueno, ¿nos vamos a casar?

La gitana se quedó pálida y dejó caer tristemente la cabeza so­bre su pecho.

‑Veamos, mi bella enamorada. ¿Qué locuras son ésas? ¡Va­liente cosa el matrimonio! ¿Se es acaso menos amante por no ha­ber soltado unos latinajos delante de un cura?

Y mientras decía estas cosas con una voz dulce, se iba aproxi­mando cada vez más a la gitana; sus manos acariciadoras habían vuelto a su posición primera, rodeando aquel talle tan fino y grá­cil; sus ojos se encendían con más viveza y todo anunciaba que el señor Febo había llegado a uno de esos momentos en que el mis­mo Júpiter hace tantas tonterías que el bueno de Homero se ve obligado a llamar a una nube en su ayuda.

Sin embargo, dom Claude lo presenciaba todo; aquella porte­zuela estaba hecha con duelas de tonel, podridas ya, que le per­mitían ver cómodamente a través de sus anchas rendijas. Aquel sacerdote de piel cetrina y de anchos hombros, condenado hasta entonces a la austera virginidad del claustro, se estremecía y enar­decía ante aquellas escenas de amor de noche y de voluptuosidad.

Aquella joven y hermosa muchacha, entregada apasionadamente a aquel otro joven ardoroso, le encendía la sangre en sus venas y se producían en su interior extrañas reacciones. Su vista se per­día, celosa y lasciva, en lo que las manos del capitán iban desvelando.

Si alguien entonces hubiera podido contemplar el aspecto del desventurado clérigo pegado a aquellas tablas apolilladas habría creído ver a un tigre observando cómo un chacal devoraba a una gacela. Sus pupilas brillaban como ascuas a través de las grietas de la puerta.

De pronto, Febo arrancó de un gesto rápido el gorgueruelo de la gitana. La pobre muchacha que se había quedado pálida y so­ñadora, reaccionó con un sobresalto y se separó bruscamente del intrépido capitán al ver desnudos su cuello y sus hombros, roja de confusión y muda de vergüenza, cruzó sus brazos sobre sus se­nos para ocultarlos. A no ser por el fuego encendido de sus me­jillas, viéndola así silenciosa a inmóvil, se habría dicho que era la estatua del pudor. Sus ojos se mantenían bajos. Pero aquel gesto del capitán puso al descubierto el miserioso amuleto que le col­gaba del cuello.

‑¿Qué es esto? ‑le dijo tomándolo como pretexto para acer­carse de nuevo a la joven a la que acababa de asustar.

‑No lo toquéis ‑respondió ella con viveza‑, es mi guardián. Él me permitirá un día encontrar a mi familia. Si me conservo digna de ello. ¡Oh! ¡Dejadme, capitán! ¡Madre mía, mi pobre ma­dre! ¿Dónde estás? ¡Ayúdame! ¡Por favor, señor Febo, devolved­me mis prendas!

Febo retrocedió y dijo fríamente.

‑¡Ay! ¡Ya veo que no me queréis!

‑¡Que no os amo! ‑exclamó la pobre desventurada, al tiem­po que se abrazaba al capitán, al que hizo sentarse a su lado. ¡Que no os amo, Febo de mi alma! ¡Que no os amo, Febo de mi vida! ¡Qué estás diciendo, cruel, que me desgarras el corazón! ¡Tóma­me! ¡Tómame toda! ¡Haz de mí lo que desees! ¡Soy toda tuya! ¡Qué puede importarme el amuleto! ¡Qué me importa mi madre! ¡Tú eres mi madre pues es a ti a quien yo amo! ¡Febo, mi bien amado Febo! ¿Me ves? Soy yo, mírame. Soy esa muchacha, a la que tú no deseas abandonar, que viene a ti, que te busca. Mi vida, mi alma, mi cuerpo, todo os pertenece, capitán. No nos casare­mos si eso te disgusta; pero además, ¿quién soy yo? Una desgra­ciada mujer del arroyo, mientras que tú, Febo, eres un gentilhom­bre. ¡Buena cosa en verdad! ¡Una bailarina casándose con un ofi­cial! ¡Estaba loca! No, Febo, no. Seré tu amante, tu diversión, tu placer. Siempre que lo desees seré tuya. ¡Qué me importa ser des­preciada, manchada, deshonrada! Para eso he nacido. ¡Ser amada! Seré la más feliz y la más orgullosa de todas las mujeres. Y cuan­do sea vieja y fea, Febo, cuando ya no sirva para amaros, enton­ces aún podré serviros; otras os bordarán pañuelos; yo seré la cria­da que se ocupará de vos; me permitiréis sacar brillo a vuestras espuelas, cepillar vuestro uniforme, quitar el polvo a vuestras bo­tas de montar. ¿Verdad, Febo mío, que me permitiréis hacerlo? Mientras tanto, ¡tómame! ¡Toma, Febo, todo te pertenece! ¡Ámame, no te pido más! Nosotras las gitanas sólo eso necesita­mos: amor y aire libre.

Y mientras así hablaba, colgaba sus brazos del cuello del ofi­cial; le miraba alzando los ojos, suplicante, con una bella sonrisa y toda llorosa mientras su delicado pecho rozaba la sobreveste de paño y los ásperos bordados. Su bello cuerpo medio desnudo se asía a sus rodillas.

El capitán, embriagado de deseo, colocó sus ardientes labios en aquellos bellísimos hombros africanos. La muchacha, con la mi­rada perdida en el techo, echada hacia atrás, se estremecía jadean­te bajo aquel beso.










UTILITÉ DES FENÊTRES QUI DONNENT SUR LA RIVIÈRE
La Esmeralda resta un moment silencieuse, puis une larme sortit de ses yeux, un soupir de ses lèvres, et elle dit:
« Oh ! monseigneur, je vous aime. »
Il y avait autour de la jeune fille un tel parfum de chasteté, un tel charme de vertu que Phoebus ne se sentait pas complètement à l’aise auprès d’elle. Cependant cette parole l’enhardit.
« Vous m’aimez ! » dit-il avec transport, et il jeta son bras autour de la taille de l’égyptienne. Il n’attendait que cette occasion.
Le prêtre le vit, et essaya du bout du doigt la pointe d’un poignard qu’il tenait caché dans sa poitrine.
« Phoebus, poursuivit la bohémienne en détachant doucement de sa ceinture les mains tenaces du capitaine, vous êtes bon, vous êtes généreux, vous êtes beau. Vous m’avez sauvée, moi qui ne suis qu’une pauvre enfant perdue en Bohême. Il y a longtemps que je rêve d’un officier qui me sauve la vie. C’était de vous que je rêvais avant de vous connaître, mon Phoebus. Mon rêve avait une belle livrée comme vous, une grande mine, une épée. Vous vous appelez Phoebus, c’est un beau nom. J’aime votre nom, j’aime votre épée. Tirez donc votre épée, Phoebus, que je la voie.
– Enfant !» dit le capitaine, et il dégaina sa rapière en souriant. L’égyptienne regarda la poignée, la lame, examina avec une curiosité adorable le chiffre de la garde, et baisa l’épée en lui disant :
 « Vous êtes l’épée d’un brave. J’aime mon capitaine. »
Phoebus profita encore de l’occasion pour déposer sur son beau cou ployé un baiser qui fit redresser la jeune fille écarlate comme une cerise.
Le prêtre en grinça des dents dans ses ténèbres.
 « Phoebus, reprit l’égyptienne, laissez-moi vous parler. Marchez donc un peu, que je vous voie tout grand et que j’entende sonner vos éperons. Comme vous êtes beau ! »
Le capitaine se leva pour lui complaire, en la grondant avec un sourire de satisfaction :
« Mais êtes-vous enfant !
– A propos, charmante, m’avez-vous vu en hoqueton de cérémonie ?
– Hélas ! non, répondit-elle.
– C’est cela qui est beau ! »
Phoebus vint se rasseoir près d’elle, mais beaucoup plus près qu’auparavant.
« Écoutez, ma chère… »
L’égyptienne lui donna quelques petits coups de sa jolie main sur la bouche avec un enfantillage plein de folie, de grâce et de gaieté. « Non, non, je ne vous écouterai pas.
– M’aimez-vous ? Je veux que vous me disiez si vous m’aimez.
– Si je t’aime, ange de ma vie ! s’écria le capitaine en s’agenouillant à demi. Mon corps, mon sang, mon âme, tout est à toi, tout est pour toi. Je t’aime, et n’ai jamais aimé que toi.»
Le capitaine avait tant de fois répété cette phrase, en mainte conjoncture pareille, qu’il la débita tout d’une haleine sans faire une seule faute de mémoire. A cette déclaration passionnée, l’égyptienne leva au sale plafond qui tenait lieu de ciel un regard plein d’un bonheur angélique.
«Oh ! murmura-t-elle, voilà le moment où l’on devrait mourir ! »
Phoebus trouva « le moment » bon pour lui dérober un nouveau baiser qui alla torturer dans son coin le misérable archidiacre.
«Mourir ! s’écria l’amoureux capitaine. Qu’est-ce que vous dites donc là, bel ange ? C’est le cas de vivre, ou Jupiter n’est qu’un polisson ! Mourir au commencement d’une si douce chose ! corne-de-boeuf, quelle plaisanterie ! – Ce n’est pas cela. – Écoutez, ma chère Similar… Esmenarda… Pardon, mais vous avez un nom si prodigieusement sarrazin que je ne puis m’en dépêtrer. C’est une broussaille qui m’arrête tout court.
– Mon Dieu, dit la pauvre fille, moi qui croyais ce nom joli pour sa singularité ! Mais puisqu’il vous déplaît, je voudrais m’appeler Goton.
– Ah ! ne pleurons pas pour si peu, ma gracieuse ! c’est un nom auquel il faut s’accoutumer, voilà tout. Une fois que je le saurai par coeur, cela ira tout seul. – Écoutez donc, ma chère Similar, je vous adore à la passion. Je vous aime vraiment que c’est miraculeux. Je sais une petite qui en crève de rage… »
La jalouse fille l’interrompit :
« Qui donc ?
– Qu’est-ce que cela nous fait ? dit Phoebus. M’aimezvous ?
– Oh ! dit-elle.
– Eh bien ! c’est tout. Vous verrez comme je vous aime aussi. Je veux que le grand diable Neptunus m’enfourche si je ne vous rends pas la plus heureuse créature du monde. Nous aurons une jolie petite logette quelque part. Je ferai parader mes archers sous vos fenêtres. Ils sont tous à cheval et font la nargue à ceux du capitaine Mignon. Il y a des voulgiers, des cranequiniers et des coulevriniers à main. Je vous conduirai aux grandes monstres des Parisiens à la grange de Rully. C’est très magnifique. Quatre-vingt mille têtes armées; trente mille harnois blancs, jaques ou brigandines; les soixante-sept bannières des métiers; les étendards du parlement, de la chambre des comptes, du trésor des généraux, des aides des monnaies; un arroi du diable enfin ! Je vous mènerai voir les lions de l’Hôtel du Roi qui sont des bêtes fauves. Toutes les femmes aiment cela.»
Depuis quelques instants la jeune fille, absorbée dans ses charmantes pensées, rêvait au son de sa voix sans écouter le sens de ses paroles.
«Oh ! vous serez heureuse! continua le capitaine, et en même temps il déboucla doucement la ceinture de l’égyptienne.
– Que faites-vous donc ? dit-elle vivement.
Cette voie de fait l’avait arrachée à sa rêverie.
– Rien, répondit Phoebus. Je disais seulement qu’il faudrait quitter toute cette toilette de folie et de coin de rue quand vous serez avec moi.
– Quand je serai avec toi, mon Phoebus ! » dit la jeune fille tendrement. Elle redevint pensive et silencieuse.
Le capitaine, enhardi par sa douceur, lui prit la taille sans qu’elle résistât, puis se mit à délacer à petit bruit le corsage de la pauvre enfant, et dérangea si fort sa gorgerette que le prêtre haletant vit sortir de la gaze la belle épaule nue de la bohémienne, ronde et brune, comme la lune qui se lève dans la brume à l’horizon.
La jeune fille laissait faire Phoebus. Elle ne paraissait pas s’en apercevoir. L’oeil du hardi capitaine étincelait.
Tout à coup elle se tourna vers lui:
«Phoebus, dit-elle avec une expression d’amour infinie, instruis-moi dans ta religion.
– Ma religion ! s’écria le capitaine éclatant de rire. Moi, vous instruire dans ma religion ! Corne et tonnerre ! qu’estce que vous voulez faire de ma religion ?
– C’est pour nous marier », répondit-elle.
La figure du capitaine prit une expression mélangée de surprise, de dédain, d’insouciance et de passion libertine.
« Ah bah ! dit-il, est-ce qu’on se marie ? »
La bohémienne devint pâle et laissa tristement retomber sa tête sur sa poitrine.
« Belle amoureuse, reprit tendrement Phoebus, qu’est-ce que c’est que ces folies-là ? Grand-chose que le mariage ! est-on moins bien aimant pour n’avoir pas craché du latin dans la boutique d’un prêtre ? »
En parlant ainsi de sa voix la plus douce, il s’approchait extrêmement près de l’égyptienne, ses mains caressantes avaient repris leur poste autour de cette taille si fine et si souple, son oeil s’allumait de plus en plus, et tout annonçait que M. Phoebus touchait évidemment à l’un de ces moments où Jupiter lui-même fait tant de sottises que le bon Homère est obligé d’appeler un nuage à son secours.
Dom Claude cependant voyait tout. La porte était faite de douves de poinçon toutes pourries, qui laissaient entre elles de larges passages à son regard d’oiseau de proie. Ce prêtre à peau brune et à larges épaules, jusque-là condamné à l’austère virginité du cloître, frissonnait et bouillait devant cette scène d’amour, de nuit et de volupté.
La jeune et belle fille livrée en désordre à cet ardent jeune homme lui faisait couler du plomb fondu dans les veines. Il se passait en lui des mouvements extraordinaires. Son oeil plongeait avec une jalousie lascive sous toutes ces épingles défaites.
Qui eût pu voir en ce moment la figure du malheureux collée aux barreaux vermoulus eût cru voir une face de tigre regardant du fond d’une cage quelque chacal qui dévore une gazelle. Sa prunelle éclatait comme une chandelle à travers les fentes de la porte.
Tout à coup, Phoebus enleva d’un geste rapide la gorgerette de l’égyptienne. La pauvre enfant, qui était restée pâle et rêveuse, se réveilla comme en sursaut. Elle s’éloigna brusquement de l’entreprenant officier, et jetant un regard sur sa gorge et ses épaulés nues, rouge et confuse et muette de honte, elle croisa ses deux beaux bras sur son sein pour le cacher. Sans la flamme qui embrasait ses joues, à la voir ainsi silencieuse et immobile, on eût dit une statue de la pudeur. Ses yeux restaient baissés. Cependant le geste du capitaine avait mis à découvert l’amulette mystérieuse qu’elle portait au cou.
«Qu’est-ce que cela ? dit-il en saisissant ce prétexte pour se rapprocher de la belle créature qu’il venait d’effaroucher.
– N’y touchez pas ! répondit-elle vivement, c’est ma gardienne. C’est elle qui me fera retrouver ma famille si j’en reste digne. Oh ! laissez-moi, monsieur le capitaine ! Ma mère ! ma pauvre mère ! ma mère ! où es-tu ? à mon secours ! Grâce, monsieur Phoebus ! rendez-moi ma gorgerette!»
Phoebus recula et dit d’un ton froid:
« Oh ! mademoiselle ! que je vois bien que vous ne m’aimez pas !
– Je ne t’aime pas ! s’écria la pauvre malheureuse enfant, et en même temps elle se pendit au capitaine qu’elle fit asseoir près d’elle. Je ne t’aime pas, mon Phoebus ! Qu’estce que tu dis là, méchant, pour me déchirer le coeur ? Oh ! va ! prends-moi, prends tout ! fais ce que tu voudras de moi. Je suis à toi. Que m’importe l’amulette ! que m’importe ma mère ! c’est toi qui es ma mère, puisque je t’aime ! Phoebus, mon Phoebus bien-aimé, me vois-tu ? c’est moi, regarde-moi. C’est cette petite que tu veux bien ne pas repousser, qui vient, qui vient elle-même te chercher. Mon
âme, ma vie, mon corps, ma personne, tout cela est une chose qui est à vous, mon capitaine. Eh bien, non ! ne nous marions pas, cela t’ennuie. Et puis, qu’est-ce que je suis, moi ? une misérable fille du ruisseau, tandis que toi, mon Phoebus, tu es gentilhomme. Belle chose vraiment ! une danseuse épouser un officier ! j’étais folle. Non, Phoebus, non, je serai ta maîtresse, ton amusement, ton plaisir, quand tu voudras, une fille qui sera à toi, je ne suis faite que pour cela, souillée, méprisée, déshonorée, mais qu’importe ! aimée. Je serai la plus fière et la plus joyeuse des femmes.
Et quand je serai vieille ou laide, Phoebus, quand je ne serai plus bonne pour vous aimer, monseigneur, vous me souffrirez encore pour vous servir. D’autres vous broderont des écharpes. C’est moi la servante, qui en aurai soin. Vous me laisserez fourbir vos éperons, brosser votre hoqueton, épousseter vos bottes de cheval. N’est-ce pas mon Phoebus, que vous aurez cette pitié ? En attendant, prends-moi ! tiens, Phoebus, tout cela t’appartient, aime-moi seulement ! Nous autres égyptiennes, il ne nous faut que cela, de l’air et de l’amour. »
En parlant ainsi, elle jetait ses bras autour du cou de l’officier, elle le regardait du bas en haut suppliante et avec un beau sourire tout en pleurs, sa gorge délicate se frottait au pourpoint de drap et aux rudes broderies. Elle tordait sur ses genoux son beau corps demi-nu.
Le capitaine, enivré, colla ses lèvres ardentes à ces belles épaules africaines. La jeune fille, les yeux perdus au plafond, renversée en arrière, frémissait toute palpitante sous ce baiser.










THE UTILITY OF WINDOWS WHICH OPEN ON THE RIVER.

A conversation between lovers is a very commonplace affair. It is a perpetual "I love you." A musical phrase which is very insipid and very bald for indifferent listeners, when it is not ornamented with some ~fioriture~; but Claude was not an indifferent listener.
"Oh!" said the young girl, without raising her eyes, "do not despise me, monseigneur Phoebus. I feel that what I am doing is not right."
"Despise you, my pretty child!" replied the officer with an air of superior and distinguished gallantry, "despise you, ~tête-Dieu~! and why?"
"For having followed you!"
"On that point, my beauty, we don't agree. I ought not to despise you, but to hate you."
The young girl looked at him in affright: "Hate me! what have I done?"
"For having required so much urging."
"Alas!" said she, "'tis because I am breaking a vow. I shall not find my parents! The amulet will lose its virtue. But what matters it? What need have I of father or mother now?"
So saying, she fixed upon the captain her great black eyes, moist with joy and tenderness.
"Devil take me if I understand you!" exclaimed Phoebus. La Esmeralda remained silent for a moment, then a tear dropped from her eyes, a sigh from her lips, and she said.
"Oh! monseigneur, I love you."
Such a perfume of chastity, such a charm of virtue surrounded the young girl, that Phoebus did not feel completely at his ease beside her. But this remark emboldened him: "You love me!" he said with rapture, and he threw his arm round the gypsy's waist. He had only been waiting for this opportunity.
The priest saw it, and tested with the tip of his finger the point of a poniard which he wore concealed in his breast.
"Phoebus," continued the Bohemian, gently releasing her waist from the captain's tenacious hands.
"You are good, you are generous, you are handsome; you saved me, me who am only a poor child lost in Bohemia. I had long been dreaming of an officer who should save my life. 'Twas of you that I was dreaming, before I knew you, my Phoebus; the officer of my dream had a beautiful uniform like yours, a grand look, a sword; your name is Phoebus; 'tis a beautiful name. I love your name; I love your sword. Draw your sword, Phoebus, that I may see it."
"Child!" said the captain, and he unsheathed his sword with a smile.
The gypsy looked at the hilt, the blade; examined the cipher on the guard with adorable curiosity, and kissed the sword, saying,-- You are the sword of a brave man. I love my captain." Phoebus again profited by the opportunity to impress upon her beautiful bent neck a kiss which made the young girl straighten herself up as scarlet as a poppy. The priest gnashed his teeth over it in the dark.
"Phoebus," resumed the gypsy, "let me talk to you. Pray walk a little, that I may see you at full height, and that I may hear your spurs jingle. How handsome you are!"
The captain rose to please her, chiding her with a smile of satisfaction,
"What a child you are! By the way, my charmer, have you seen me in my archer's ceremonial doublet?"
"Alas! no," she replied.
"It is very handsome!"
Phoebus returned and seated himself beside her, but much closer than before.
"Listen, my dear-"
The gypsy gave him several little taps with her pretty hand on his mouth, with a childish mirth and grace and gayety.
"No, no, I will not listen to you. Do you love me? I want you to tell me whether you love me."
"Do I love thee, angel of my life!" exclaimed the captain, half kneeling.
"My body, my blood, my soul, all are thine; all are for thee. I love thee, and I have never loved any one but thee."
The captain had repeated this phrase so many times, in many similar conjunctures, that he delivered it all in one breath, without committing a single mistake. At this passionate declaration, the gypsy raised to the dirty ceiling which served for the skies a glance full of angelic happiness.
"Oh!" she murmured, "this is the moment when one should die!"
Phoebus found "the moment" favorable for robbing her of another kiss, which went to torture the unhappy archdeacon in his nook.
"Die!" exclaimed the amorous captain, "What are you saying, my lovely angel? 'Tis a time for living, or Jupiter is only a scamp! Die at the beginning of so sweet a thing! ~Corne-de-boeuf~, what a jest! It is not that. Listen, my dear Similar, Esmeralda--Pardon! you have so prodigiously Saracen a name that I never can get it straight.
'Tis a thicket which stops me short."
"Good heavens!" said the poor girl, "and I thought my name pretty because of its singularity! But since it displeases you, I would that I were called Goton."
"Ah! do not weep for such a trifle, my graceful maid! 'tis a name to which one must get accustomed, that is all. When I once know it by heart, all will go smoothly. Listen then, my dear Similar; I adore you passionately. I love you so that 'tis simply miraculous. I know a girl who is bursting with rage over it--"
The jealous girl interrupted him: "Who?"
"What matters that to us?" said Phoebus; "do you love me?"
"Oh!"--said she.
"Well! that is all. You shall see how I love you also. May the great devil Neptunus spear me if I do not make you the happiest woman in the world. We will have a pretty little house somewhere. I will make my archers parade before your windows. They are all mounted, and set at defiance those of Captain Mignon. There are ~voulgiers, cranequiniers~ and hand ~couleveiniers~*. I will take you to the great sights of the Parisians at the storehouse of Rully. Eighty thousand armed men, thirty thousand white harnesses, short coats or coats of mail; the sixty-seven banners of the trades; the standards of the parliaments, of the chamber of accounts, of the treasury of the generals, of the aides of the mint; a devilish fine array, in short! I will conduct you to see the lions of the Hôtel du Roi, which are wild beasts. All women love that."
* Varieties of the crossbow.
For several moments the young girl, absorbed in her charming thoughts, was dreaming to the sound of his voice, without listening to the sense of his words.
"Oh! how happy you will be!" continued the captain, and at the same time he gently unbuckled the gypsy's girdle.
"What are you doing?" she said quickly. This "act of violence" had roused her from her revery.
"Nothing," replied Phoebus, "I was only saying that you must abandon all this garb of folly, and the street corner when you are with me."
"When I am with you, Phoebus!" said the young girl tenderly.
She became pensive and silent once more.
The captain, emboldened by her gentleness, clasped her waist without resistance; then began softly to unlace the poor child's corsage, and disarranged her tucker to such an extent that the panting priest beheld the gypsy's beautiful shoulder emerge from the gauze, as round and brown as the moon rising through the mists of the horizon.
The young girl allowed Phoebus to have his way. She did not appear to perceive it. The eye of the bold captain flashed.
Suddenly she turned towards him,-- "Phoebus," she said, with an expression of infinite love, "instruct me in thy religion." "My religion!" exclaimed the captain, bursting with laughter, "I instruct you in my religion! ~Corne et tonnerre~! What do you want with my religion?"
"In order that we may be married," she replied.
The captain's face assumed an expression of mingled surprise and disdain, of carelessness and libertine passion.
"Ah, bah!" said he, "do people marry?"
The Bohemian turned pale, and her head drooped sadly on her breast.
"My beautiful love," resumed Phoebus, tenderly, "what nonsense is this? A great thing is marriage, truly! One is none the less loving for not having spit Latin into a priest's shop!"
While speaking thus in his softest voice, he approached extremely near the gypsy; his caressing hands resumed their place around her supple and delicate waist, his eye flashed more and more, and everything announced that Monsieur Phoebus was on the verge of one of those moments when Jupiter himself commits so many follies that Homer is obliged to summon a cloud to his rescue.
But Dom Claude saw everything. The door was made of thoroughly rotten cask staves, which left large apertures for the passage of his hawklike gaze. This brown-skinned, broad- shouldered priest, hitherto condemned to the austere virginity of the cloister, was quivering and boiling in the presence of this night scene of love and voluptuousness. This young and beautiful girl given over in disarray to the ardent young man, made melted lead flow in his-veins; his eyes darted with sensual jealousy beneath all those loosened pins. Any one who could, at that moment, have seen the face of the unhappy man glued to the wormeaten bars, would have thought that he beheld the face of a tiger glaring from the depths of a cage at some jackal devouring a gazelle. His eye shone like a candle through the cracks of the door.
All at once, Phoebus, with a rapid gesture, removed the gypsy's gorgerette. The poor child, who had remained pale and dreamy, awoke with a start; she recoiled hastily from the enterprising officer, and, casting a glance at her bare neck and shoulders, red, confused, mute with shame, she crossed her two beautiful arms on her breast to conceal it. Had it not been for the flame which burned in her cheeks, at the sight of her so silent and motionless, one would have. declared her a statue of Modesty. Her eyes were lowered.
But the captain's gesture had revealed the mysterious amulet which she wore about her neck.
"What is that?" he said, seizing this pretext to approach once more the beautiful creature whom he had just alarmed.
"Don't touch it!" she replied, quickly, "'tis my guardian. It will make me find my family again, if I remain worthy to do so. Oh, leave me, monsieur le capitaine! My mother! My poor mother! My mother! Where art thou? Come to my rescue! Have pity, Monsieur Phoebus, give me back my gorgerette!"
Phoebus retreated amid said in a cold tone,--
"Oh, mademoiselle! I see plainly that you do not love me!"
"I do not love him!" exclaimed the unhappy child, and at the same time she clung to the captain, whom she drew to a seat beside her. "I do not love thee, my Phoebus? What art thou saying, wicked man, to break my heart? Oh, take me! take all! do what you will with me, I am thine. What matters to me the amulet! What matters to me my mother! 'Tis thou who art my mother since I love thee! Phoebus, my beloved Phoebus, dost thou see me? 'Tis I. Look at me; 'tis the little one whom thou wilt surely not repulse, who comes, who comes herself to seek thee. My soul, my life, my body, my person, all is one thing--which is thine, my captain. Well, no! We will not marry, since that displeases thee; and then, what am I? a miserable girl of the gutters; whilst thou, my Phoebus, art a gentleman. A fine thing, truly! A dancer wed an officer! I was mad. No, Phoebus, no; I will be thy mistress, thy amusement, thy pleasure, when thou wilt; a girl who shall belong to thee. I was only made for that, soiled, despised, dishonored, but what matters it?--beloved. I shall be the proudest and the most joyous of women. And when I grow old or ugly, Phoebus, when I am no longer good to love you, you will suffer me to serve you still. Others will embroider scarfs for you; 'tis I, the servant, who will care for them.
You will let me polish your spurs, brush your doublet, dust your riding-boots. You will have that pity, will you not, Phoebus? Meanwhile, take me! here, Phoebus, all this belongs to thee, only love me! We gypsies need only air and love."
So saying, she threw her arms round the officer's neck; she looked up at him, supplicatingly, with a beautiful smile, and all in tears. Her delicate neck rubbed against his cloth doublet with its rough embroideries. She writhed on her knees, her beautiful body half naked. The intoxicated captain pressed his ardent lips to those lovely African shoulders. The young girl, her eyes bent on the ceiling, as she leaned backwards, quivered, all palpitating, beneath this kiss.

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